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Amigos, en el Evangelio de hoy, Jesús resucitado aparece ante los once discípulos. No aparece como un alma platónica, un fantasma o una alucinación. Sino que puede ser tocado y visto, tiene carne y huesos y puede consumir pescado horneado. Contra todas las expectativas, un hombre que había muerto ha regresado de la muerte de modo corporal y objetivamente, por el poder de Dios. 

Aun insistiendo en la corporalidad y objetividad, no debemos ir al extremo opuesto. Realmente era Jesús, el crucificado, quien había vuelto de entre los muertos. Pero no regresó simplemente resucitado de los confines del espacio y el tiempo ordinario. En una palabra, no era como Lázaro, la hija de Jairo o el hijo de la viuda de Naim, todas personas que habían sido resucitadas solo para morir de nuevo. 

En cambio, el cuerpo de Jesús se transforma y transfigura, independientemente de las restricciones del espacio y el tiempo; es, en el lenguaje de Pablo, un cuerpo “espiritual”. Y el punto es este: ha triunfado sobre la muerte y todo lo que pertenece a la muerte. Su cuerpo resucitado es un anticipo y promesa de lo que Dios quiere para todos nosotros.

Inevitablemente surgirán todo tipo de tormentas: caos, corrupción, estupidez, peligro, persecución. Pero Jesús viene caminando sobre el mar. Esto tiene como propósito afirmar su divinidad pues, así como el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas al principio de los tiempos, así Jesús se cierne sobre ellas ahora.