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Amigos, después de haber hablado acerca de nacer del Espíritu, Jesús dice en el Evangelio de hoy: “Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna”. 

En el Génesis se nos dice que, al principio, el Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas, poniendo orden en el caos. La creación no es más que un exceso en la intensidad del amor Trinitario. Así, todas las cosas —hasta la raíz misma de su existencia— fluyen y están marcadas por el Spiritus Sanctus (Espíritu Santo). Él es su fundamento, su origen secreto, su principio. 

Y más concretamente, el Espíritu Santo es el fin de todas las cosas. Dios ha creado un universo dinámico, moviéndose de modo incansable e implacable hacia una meta, y esta meta que nos ha sido revelada en Cristo es la participación en el amor entre el Padre, que ha dado su Hijo único al mundo, y el Hijo, que se ha ofrecido al Padre.