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Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús nos cuenta la parábola del hombre que organiza una gran cena. El enviar a sus sirvientes para informar a los invitados es similar a nuestro llamado a ser evangelizadores. 

El Señor resucitado llama a los Apóstoles y a nosotros para que salgamos y hagamos el trabajo de juntar a la gente: “vayan y hagan discípulos de todas las naciones”, es decir, introducirlos en la dinámica misma de la vida divina. 

Hans Urs von Balthasar ha notado que, en el contexto bíblico, la misión y la identidad están estrechamente unidos. Los héroes de las Escrituras no saben realmente quiénes son hasta que reciben una misión de Dios. Así, a Saulo de Tarso, cuando se le reorienta radicalmente como Apóstol de los gentiles, se le da el nombre de “Pablo”. Al ser enviado, sabe quién es. Pablo no busca su propia felicidad; más bien, es como una carta que es escrita y enviada por otro. Anunciar a Jesús resucitado es el principio, el camino y el final de la vida de Pablo, su raison d’etre, su razón de ser, su fresco despertar y su descanso vespertino. Como sus grandes antepasados bíblicos y como los descendientes en la tradición cristiana, Pablo es un mensajero. Ni más ni menos.