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Ordination scene

Las 3 Promesas Contraculturales de un Sacerdote

May 7, 2024

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En unas pocas semanas, ordenaré al sacerdocio a tres hombres de la Diócesis de Winona-Rochester. Ordenar sacerdotes es el mayor privilegio que tengo como obispo. Punto. Cuando, en el momento cúlmine de la ceremonia, imponga mis manos sobre las cabezas de los diáconos e invoque al Espíritu Santo sobre ellos, estaré representando la tradición de los Apóstoles, que de forma similar imponían sus manos sobre aquellos a quienes les otorgaban autoridad. Puedo testimoniar que ninguna otra cosa en mi vida me ha hecho sentir más humilde y agradecido.  

Hay tres grandes promesas que hace un hombre cuando acepta el diaconado y luego la ordenación sacerdotal, y todas tienen una contracara en nuestra cultura actual. Primero, prometen recitar fielmente la Liturgia de las Horas, esa compilación maravillosa de Salmos, himnos y oraciones, ofrecida en cinco momentos a lo largo del día. Esta oración me ha cautivado durante los treinta y ocho años de mi sacerdocio, y puedo testimoniar que, aunque a veces ha sido desafiante, ha sido también una fuente tremenda de fortaleza espiritual. Implica, para hacerlo simple, la consagración continua y consciente del tiempo.  

Tal como lo han demostrado muchos estudios, los jóvenes en Occidente se están secularizando rápidamente y se están desafiliando de las iglesias. Constituyen, como argumenta Charles Taylor, la primera generación de la historia humana que literalmente se está haciendo adulta sin un marcado sentido de lo trascendente. Y tal como he estado insistiendo estos años, este vaciamiento de lo sagrado ha causado estragos en las mentes, corazones y almas de esta generación, en la que los números que miden ansiedad, depresión e ideas suicidas han alcanzado un máximo. Por lo tanto, cuando un joven realiza una promesa solemne frente a Dios y a su comunidad de que, para el resto de su vida, rezará la Liturgia de las Horas todos los días, se está enfrentando a este secularismo que mata el alma. Está declamando que Dios existe y que Dios importa.   

Ordenar sacerdotes es el mayor privilegio que tengo como obispo. Punto.

La segunda promesa que realiza es vivir el celibato. Sé que se ha dicho miles de veces, pero vale la pena repetirlo: ¡el celibato no es una denigración del sexo ni del matrimonio! Tenemos que evitar siempre una lectura dualista o platónica del celibato en que la renuncia al matrimonio se interpreta como una especie de dictamen sobre lo físico y el placer. ¿Cuál es entonces el modo correcto de interpretar al celibato? Es, en primer lugar, un camino de libertad. Desligado de esposa e hijos —y de todas las responsabilidades que ello conlleva— el hombre célibe puede dedicarse por entero a Dios y a la gente a la que sirve. Mientras escribo estas palabras, puedo ver mi anillo episcopal, que no es solamente un signo de mi puesto sino también un anillo de bodas, que señala mi entrega irrenunciable a la gente que el Señor me ha confiado. San Pablo enseña con claridad: “El hombre soltero se preocupa de las cosas del Señor y de cómo agradarle; en cambio, el hombre casado se preocupa de las cosas de esta vida y de cómo agradarle a su esposa, y por eso tiene dividido el corazón” (1 Cor 7, 32-34). Más aún, el celibato proporciona un testimonio, incluso ahora, del modo en que amaremos en el cielo, donde tal como el mismo Jesús dijo, “en la vida futura . . . no se casarán”. Esto no significa, por supuesto, que el amor celestial sea menos que el amor de los casados aquí abajo; al contrario, es más grande, más intenso, completo y rico. Qué indispensable es que, en una sociedad prácticamente obsesionada con el sexo y la libertad sexual, pueda haber, viviendo entre nosotros, hombres que encarnan una forma de amor espiritualizada.

La tercera y última promesa que hace un hombre en su ordenación es obedecer al obispo. “Prometo obedecerte a ti y a tus sucesores”, dice mientras coloca sus manos, a la manera de un vasallo feudal, en las manos del prelado ordenante. Recuerdo vívidamente cuando lo hice en el día de mi ordenación, colocando mis manos sobre las del Cardenal Joseph Bernardin de Chicago, que apenas conocía, jurando hacer, dentro de los límites de la ley y la moral, lo que él o sus anónimos y desconocidos sucesores me pidieran. En aquel momento, entregué mi “carrera” —esto es, cualquier itinerario o trayectoria que quisiera planificar para mí. Deposité mi vida en las manos de mi obispo, confiando que, a través de su voluntad, el Espíritu Santo me guiaría. Una vez más, ¡qué extraño parece este acto hoy! Me he referido a menudo a la nuestra como la “cultura de la autoinvención”. Hemos llegado hasta el punto en el que hoy la determinación del propio género y de la identidad corporal es completamente un asunto de elección personal. Mientras la posición predeterminada de la mayoría de los jóvenes de hoy es que sus vidas les pertenecen por completo, el sacerdote, en el día de su ordenación, dice que su vida no le pertenece para nada, sino a Dios y a los propósitos de Dios.    

Si es vecino de Winona, este 8 de junio lo invito a venir a la hermosa basílica de San Estanislao Kostka y ver a estos tres jóvenes tomar un compromiso gozoso y muy contracultural.