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Amigos, en el Evangelio de hoy, Jesús pondera la fe de la mujer cananea que persistió en la oración por su hija.

San Agustín nos ofrece una perspectiva sobre la oración peticionaria. Dios quiere que pidamos persistentemente, no para que Él sea convencido y cambie, sino para que nosotros podamos ser cambiados. A través de la negativa inicial a darnos lo que queremos, Dios obliga a nuestros corazones a expandirse para recibir adecuadamente lo que Él quiere darnos.

Es en el proceso mismo de tener hambre y sed por ciertos bienes que nos convertimos en dignos conductos. No es que, al pedirle a Dios, estemos acercándonos a un terco pasha o jefe de una gran ciudad a quien esperamos poder persuadir con nuestra persistencia. Más bien, es Dios quien opera una especie de alquimia espiritual en nosotros al obligarnos a esperar.

Al hablar sobre la oración del Padre Nuestro, Santo Tomás de Aquino nos dice, muy alineado con el espíritu de San Agustín que, en la petición inicial, “santificado sea Tu Nombre”, no estamos pidiendo que algo cambie en Dios, porque el nombre de Dios es siempre santo; más bien, estamos pidiendo que Dios realice un cambio en nosotros para santificar a Dios sobre todas las cosas.