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Amigos, el Evangelio de hoy narra el milagro de la multiplicación de los panes que van a alimentar a cinco mil personas. Jesús sube a una montaña y se sienta con los discípulos. En las Escrituras, las montañas son lugares de encuentro, donde Dios baja y los hombres y mujeres suben.

Los discípulos quieren que la multitud hambrienta se vaya, pero Jesús les dice: “No es necesario que se vayan; denles de comer ustedes mismos”. Jesús está interesado no solo en instruir a las multitudes, sino también en alimentarlas. Los discípulos tienen una miseria para ofrecer —cinco panes de cebada y dos pescados— y saben que esto es lamentablemente inadecuado para tantas personas. Pero Jesús sigue adelante, tomando los alimentos, dando gracias y haciendo que los discípulos distribuyeran el pan. Y todo el mundo es alimentado.

Aquí entra en juego un importante principio teológico: Dios no tiene necesidad frente al mundo que Él ha creado. Precisamente porque no está para ganar nada del mundo, todo lo que se le entrega se rompe contra esa roca de la autosuficiencia divina y vuelve para beneficio del quien entrega. De este principio se sigue como corolario lo que San Juan Pablo II llamó la ley del don, es decir, que uno crece en la medida en que se brinda.