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Una Defensa del Celibato Sacerdotal

March 13, 2018

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Hay un pésimo argumento a favor del celibato que ha asomado la cabeza a lo largo de la tradición y que es, incluso hoy en día, defendido por algunos. Dice algo así: La vida matrimonial es moral y espiritualmente sospechosa; los sacerdotes, como líderes religiosos, deberían ser atletas espirituales irreprochables; por lo tanto, los sacerdotes no deberían casarse. Aunque amo a San Agustín, debo reconocer que este tipo de argumentos se sostienen en algunas de sus reflexiones menos afortunadas acerca de la sexualidad (el pecado original como una enfermedad transmitida sexualmente; el sexo es pecado venial incluso dentro del matrimonio; comparar el parto con defecar, etc.). Una vez me encontré con un libro en el que el autor presentaba una versión de esta justificación, refiriéndose a los códigos de pureza del Levítico. Concluía que cualquier tipo de contacto sexual, incluso aquel dentro del matrimonio, mancharía al ministro del altar. Este enfoque de la cuestión es, a mi juicio, no solo absurdo sino también peligroso, pues se basa en suposiciones que repugnan a toda buena metafísica cristiana.

La doctrina de la creación ex nihilo implica necesariamente la esencial integridad del mundo y de todo lo que éste contiene. El Génesis nos cuenta que Dios vio que cada cosa que creó era buena y que encontró el conjunto de lo creado muy bueno. Santo Tomás de Aquino expresó la misma idea en términos típicamente escolásticos: “ser” y “bien” son convertibles. La mejor teología católica ha sido siempre resueltamente anti-Maniquea, anti gnóstica, anti dualista; y esto significa que materia, cuerpo y actividad sexual nunca deben ser despreciados en sí mismos. En su libro Un Pueblo a la Deriva, Peter Steinfels sugiere correctamente que la reafirmación postconciliar de este aspecto de la tradición socava eficazmente la justificación dualista del celibato que acabo de dibujar.

Pero la doctrina de la creación es más que una simple afirmación de la bondad del mundo. Decir que la esfera de lo finito en su totalidad es creada implica que nada en el universo es Dios. Todos los aspectos de la realidad creada reflejan a Dios, apuntan a Dios, son huellas de la bondad divina (de la misma manera en que cada detalle de un edificio es una evidencia de la mente del arquitecto), pero ninguna criatura ni ningún conjunto de criaturas es divino (de la misma manera en que ninguna parte de la construcción es el arquitecto). Esta esencial distinción entre Dios y el mundo es la base del rechazo a la idolatría que se repite en la Biblia de principio a fin: no conviertas algo que es menos que Dios en Dios. El profeta Isaías lo pone así: “Así como el cielo está muy alto por encima de la tierra, así también mis caminos se elevan por encima de sus caminos y mis proyectos son muy superiores a los de ustedes”. Y está en el corazón del primer mandamiento: “Yo soy el Señor, tu Dios; No tendrás otros dioses además de mí”. De esta manera, la Biblia rechaza toda forma de panteísmo, inmanentismo y mística natural; todo intento humano de divinizar o hacer última alguna realidad del mundo. En resumidas cuentas, la doctrina de la creación implica a la vez un gran “sí” y un gran “no” al universo.

Ahora bien, hay una consecuencia en la conducta de quien sigue el principio contra la idolatría: el desprendimiento exigido por la Biblia y por prácticamente cada figura de la tradición desde San Irineo y San Juan Crisóstomo, pasando por San Bernardo, hasta San Juan de la Cruz o Santa Teresita de Lisieux. El desprendimiento consiste en negar que algo inferior a Dios sea el principio que organice la propia vida. Anthony de Mello lo enfocó al revés y dijo “una atadura es cualquier cosa en el mundo—incluida la propia vida—sin la cual estás convencido que no podrías vivir”. A pesar de que reverenciamos todo lo que Dios a hecho, tenemos que desapegarnos de todo lo que Dios ha hecho, precisamente por amor a Dios. San Agustín captó el fondo de la cuestión cuando dijo que las criaturas son amadas más verdadera y auténticamente por el hecho de ser amadas en Dios. Es por ello que Chesterton se dio cuenta de que hay algo extraño, tenso, cierta cualidad bipolar en la vida cristiana. De acuerdo con su afirmación del mundo, la Iglesia ama el color, la pompa, la música y la decoración rica (como se ve en la liturgia y en las ceremonias papales), y a pesar de ello, de acuerdo con su desprendimiento del mundo, ama la pobreza de san Francisco y la simplicidad de la Madre Teresa. La misma tensión gobierna su actitud respecto al sexo y la familia. Por decirlo de nuevo con Chesterton, la Iglesia está “ferozmente a favor de tener hijos” (a través del matrimonio) pese a que se mantiene “ferozmente en contra de tenerlos” (por el celibato). Todo en el mundo—incluso el sexo y la amistad íntima—es bueno, pero no permanentemente; toda realidad finita es bella, pero su belleza, si puedo ponerlo en términos explícitamente católicos, es sacramental y no última.

De acuerdo con la narrativa bíblica, cuando Dios quería mostrar cierta verdad más vivamente a su gente, escogía a un profeta y le ordenaba que actuara esa verdad, que la encarnara concretamente. Por eso le dijo a Oseas que se casara con la infiel Gomer, para sacramentalizar la fidelidad de Dios frente a la inconstancia de Israel. En su gramática del asentimiento, John Henry Newman nos recordó que la verdad se recibe en la mente, haciéndose convincente y persuasiva cuando está representada, no a través de abstracciones, sino a través de algo particular, colorido e imaginable. Es posible que nos sintamos intrigados por la fórmula de Calcedonia, pero la narración de la aparición de Cristo en el camino a Emaús nos mueve a las lágrimas y a la acción. Así, la verdad sobre la finitud del sexo, la familia y las relaciones del mundo puede ser proclamada con palabras, pero la gente solo creerá en ella cuando pueda verla. Es por ello que la Iglesia está convencida de que Dios escoge a algunas personas para ser célibes: para ser testigos de una forma trascendente de amor, que es como amaremos en el cielo. En el Reino de Dios, experimentaremos una comunión (corporal y espiritual al mismo tiempo) comparada a la cual incluso la más intensa forma de comunión aquí abajo parecerá insignificante, y aquellos que viven el celibato hacen esta verdad visceralmente real para nosotros. Así como la creencia en la Presencia Real en la Eucaristía se debilita (como hemos visto) cuando no se acompaña de prácticas devocionales, así también la creencia en la finitud del amor creado se atenúa cuando faltan quienes la encarnen vivamente. Aunque se puedan proveer otros motivos prácticos para defenderlo, creo que el celibato tiene sentido, en última instancia, solo en este contexto escatológico.

Me doy cuenta de que el lector puede haber seguido el argumento hasta ahora y aun así sentir la necesidad de preguntar, “De acuerdo con que el celibato es algo bueno para la Iglesia, ¿pero porque todos los sacerdotes tienen que ser célibes?”. En la edad media se distinguía entre argumentos de necesidad y argumentos de conveniencia. Solo puedo ofrecer el segundo tipo de argumento, pues incluso el defensor más ardiente del celibato debe admitir que éste no esencial para el sacerdocio. Después de todo, los sacerdotes casados han sido, en distintos momentos y por diversas razones, aceptados desde el comienzo de la Iglesia hasta nuestros días. Pienso que la conveniencia de ligar sacerdocio y celibato se sigue de la identidad del sacerdote como persona Eucarística. Todo lo que un sacerdote es, se desprende de su capacidad única, actuando en la persona de Cristo, de transformar las especies eucarísticas en el cuerpo y la sangre de Jesús. De la misma manera en la cual el centro de un rosetón sujeta y ordena el resto de elementos del diseño, el acto Eucarístico del sacerdote es la base y el alma del resto de sus actividades, haciendo cualitativamente distintas su forma de guiar, santificar y enseñar. Pero la Eucaristía es el acto escatológico por excelencia, pues como dice San Pablo: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de esta copa, proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva”. Proclamar el Misterio Pascual a través de la Eucaristía es hacer presente aquel evento por el cual un nuevo mundo es abierto a nosotros. Es hacer real de un modo vivo la dimensión trascendental que relativiza (sin negarlos) todos los bienes de este mundo pasajero. Y por lo tanto es conveniente que aquel que se encuentra tan íntimamente condicionado por la Eucaristía y relacionado con ella sea en su forma de vida una persona escatológica.

Durante años, Andrew Greeley sostuvo—y acertadamente a mi modo de ver—que el sacerdote es fascinante, y que una buena parte de esta fascinación viene de su celibato. Lo que hace irresistible al sacerdote no es su carisma o cierta fama superficial; eso no nos lleva a ningún sitio. Es algo mucho más extraño, más profundo y más místico: la fascinación por otro mundo, por las dimensiones misteriosas de la existencia insinuadas en el universo y reveladas a nosotros en la fracción del pan. Yo por mi parte estoy feliz de que tales personas escatológicamente fascinantes no estén solo en monasterios, conventos de clausura y celdas de eremitas, sino también en las parroquias, las calles y los púlpitos, moviéndose abiertamente entre el pueblo de Dios.

Me doy cuenta de que argumentar en favor del celibato acarrea un par de problemas importantes. Primero, puede hacer que todo parezca fácil, racional y resuelto. He sido sacerdote por más de treinta años, y les puedo asegurar que vivir el celibato es todo excepto eso. Al recorrer distintos momentos de mi vida sacerdotal, he luchado vehementemente con el celibato, precisamente porque la tensión que hay entre lo bueno y lo efímero de lo creado de la que hablé antes no es ninguna abstracción, sino que fluye por mi cuerpo. El segundo problema es que la razón solo llega hasta aquí. Como Tomás Moro dice en esa hermosa escena de Un Hombre para la Eternidad, mientras intenta hacer entender a su hija el porqué de su testarudez: “Al final, Meg, no es un problema racional; al final, es cuestión de amor”. Las personas aman hacer cosas extrañas: se prometen fidelidad eterna; escriben poemas y canciones; desafían a sus familias y cambian sus vidas; algunas veces van a su propia muerte. Suelen ser irracionales, ir más allá del límite y confundir a la gente cuerda a su alrededor. Aunque podemos tratar de defenderlo—como acabo de intentar—el celibato es, en última instancia, algo inexplicable, sobrenatural y fascinante, porque es una forma de vida que adoptan personas enamoradas de Jesucristo.